En 1564, Catherine de Médicis ocupó su alojamiento en el Palacio del Louvre. Aficionada a la astrología y adepta de la magia, ordenó construir una residencia real a orillas del Sena. El lugar elegido servía hasta ese entonces de guarida para los amores culpables de los monarcas y sus cortesanos.
Estaba escondido cerca de los galpones donde se hacen tejas (de ahí el nombre de Tuileries) y de un matadero en el que Jean-el-desollador ejercía su oficio de carnicero mientras observaba las discretas idas y venidas de los grandes señores, que le encomendaron la tarea de vigilar. El nombre de Tuileries quedó unido al palacio y los jardines que lo rodean.
Cuando se les pidió a todos que abandonaran el sitio, los ocupantes del terreno obedecieron, excepto Jean, que era un cabeza dura y se negó a irse. Él exigía una honorable indemnización para establecerse en otro lugar. Como su solicitud fue rechazada, se puso furioso, lo tomó como una traición de la Corte y comenzó a hacer despertar el odio de la gente común contra “la extranjera”, que era como se llamaba de manera despectiva a la reina-madre.
Jean, que sabía mucho sobre las depravaciones de la Corte y algunos secretos vergonzosos sobre la reina madre, pensó que tendría cómo sacar partido a sus informaciones.
Pero ya Catherine de Médicis tenía un plan para él: ordenó su asesinato. Fue al Chevalier de Neuville a quien se encargó el trabajo.
Llegado el momento, el carnicero, que era corpulento, se defendió ferozmente… pero estaba desarmado. Herido de muerte, cayó de rodillas y en un respiro casi final gritó al asesino: ¡Maldito, tú y tus amos! ¡Volveré! Neuville, que lo vio tumbado en el suelo, bañado en su sangre, con los ojos abiertos pero vidriosos, lo dio por muerto.
Así que abandonó el cuerpo y se fue. Pero un poco más adelante, en un callejón oscuro y desierto, sintió una presencia hostil detrás de él. Enseguida se dio cuenta de que alguien lo estaba siguiendo y se dio vuelta. Jean, el desollador, estaba ahí, de pie, a tres pasos, inmóvil, manchado de sangre y desafiándolo con la mirada. Neuville sacó su espada y se lanzó directamente hacia él, pero la hoja solo alcanzó a perforar el vacío.
Sorprendido, decidió volver al lugar en el que asesinó a Jean, para encontrar que el cuerpo había desaparecido.
Cuando Neuville llevó el asunto a la reina, esta se burló. No le importaba la maldición de un despellejador porque ella era capaz de comunicarse con las mismísimas entidades infernales. Todo lo que hizo fue aconsejarle a su sicario que se tome un descanso.
Pero unos días más tarde, Cosme Ruggieri, su astrólogo favorito, le confesó que tuvo una aparición en un sueño. Un fantasma rodeado de una bruma roja le dijo que la reina sería expulsada de las Tullerías y moriría cerca de Saint-Germain. El espectro le dijo también que la maldición sobre Catherine de Médicis pesaría sobre los futuros ocupantes del castillo, que tendría un trágico final: terminaría envuelto en humo.
Poco después, De Médicis vio la sangrienta aparición, en pleno día, y se desmayó delante de sus cortesanos… que no vieron nada. Supersticiosa como era, acabó dejando el palacio y decidió jamás visitar ningún lugar, ninguna ciudad y ninguna persona de cerca o de lejos cuyo nombre fuera Saint-Germain.
Pero años más tarde, cuando Catherine de Médicis moría en Blois, el joven padre encargado de darle la extremaunción se llamaba Laurent… Laurent de Saint-Germain.
El “hombrecito rojo” fue visto en los tiempos de Henri IV, Louis XIV y Louis XVI. También en época de la Revolución Francesa y de Napoleón, ante quien se habría presentado para ofrecerle protección y predecir su final. Sobre el Palacio de las Tullerías: este fue quemado por la Comuna de París en 1871.