La muerte forma parte del ciclo de la vida y si algo es seguro es que todos tenemos que llegar a ese fatídico momento, pero a lo largo de la historia, han existido personas que intentan burlar al destino.
Para muestra, en 1984 Tim Burton estrenó Frankenweenie, un cortometraje de poco más de media hora, que veintiocho años después se convertiría en un largometraje de animación en el que se parodia el clásico Frankenstein de James Whale, sustituyendo al doctor y al monstruo por un niño al que se le había muerto su perro siendo atropellado y el niño lo revive tras ver en una clase de ciencia.
El caso es que este argumento, que parece disparatado y sacado de una película de horror, habría ocurrido en la vida real unas décadas antes.
Robert E. Cornish, fue un afamado biólogo estadounidense nacido a principios de 1900, en su infancia fue lo que denominamos como un niño prodigio, se graduó a los 18 años en la Universidad de California en Berkeley y a los 22 años obtuvo un doctorado.
Este joven científico trabajo en varios proyectos innovadores, entre ellos uno que permitía leer periódicos bajo el agua con lentes especiales.
Pero la entrada de Cornish en la Historia se debe al interés que empezó a tener en la reanimación de cuerpos sin vida, algo que constituyó toda una moda en esa época.
En 1932 alcanzó cierta fama por hacer una oscura propuesta dentro de la comunidad científica que dejaría anonadado a todo el mundo, él se había interesado tanto por la mórbida idea de devolver la vida a los muertos, que se declaraba capaz de revivir cadáveres y ofrecía la posibilidad de demostrarlo en una prueba con algún reo al que se aplicase la pena capital.
Sin embargo, no se trataba precisamente de un chiflado ni de un impostor deseoso de hacer fama y dinero; Cornish era un genio y aquello no era sino, la culminación de una larga investigación que llevababa mucho tiempo practicando.
La piedra angular de su plan consistía en un balancín que se utilizaba para hacer fluir la sangre en los pacientes recién fallecidos, mientras se le inyectaba en su sistema circulatorio una mezclaba que combinaba suero salino, oxígeno, epinefrina conocida vulgarmente como adrenalina y anticoagulantes.
En el año de 1932 aquella mórbida práctica se prolongó durante largos meses sin resultados, lo que llevo a este científico a concluir, que el tiempo transcurrido desde el óbito hasta el inicio de la reanimación era excesivo y debía reducirlo.
Siguió experimentando e intentando revivir a víctimas de ataques cardíacos, ahogamiento y electrocución con la tabla de balanceo, pero no tuvo éxito así que Cornish decidió tratar de perfeccionar su método probando con animales.
Entonces fue que compró cinco perros fox terrier, que se convertirían en los emblemas de su investigación, bautizándolos a todos con el mismo nombre “Lazarus” en alusión aquel personaje bíblico que fue capaz de burlar la muerte cuando Cristo lo resucitó.
De estos cinco animales, Cornish solo logro revivir a Lázaro IV y V, muertos clínicamente el 22 de mayo de 1934 y en 1935.
La prensa de la época, que asistió a una demostración pública, el 22 de mayo de 1934, presencio como este científico logró revivir a los tres primeros, que llevaban cinco minutos muertos tras morir asfixiados con nitrógeno, aunque volvieron a fallecer enseguida.
Con Lazarus IV, la cosa fue distinta. Un artículo del New York Times narra cómo el perro volvió a la vida, aunque en un estado muy precario, ciego y tembloroso, sin apenas capacidad motriz.
Aun así, se mantuvo vivo varios días y ello sirvió de aliciente para insistir. Al año siguiente repitió el éxito con Lazarus V, que sobrevivió más tiempo aún, pese a los graves daños cerebrales, que le hacían estar en un estado semiinconsciente.
Como sus experimentos tuvieron éxito en sus perros, tomó la decisión en 1947 de ampliar sus ensayos clínicos para incluir pruebas en humanos, fue ahí que el preso del corredor de la muerte de San Quentin, Thomas McMonigle se puso en contacto con Cornish y le ofreció su cuerpo para una posible reanimación tras su ejecución.
La policía de California rechazó la petición de Cornish y McMonigle, debido a preocupaciones de que un asesino reanimado tuviera que ser liberado bajo la cláusula de “doble peligro”. Tras la denegación de la petición, McMonigle fue ejecutado en la cámara de gas de San Quentin el 20 de febrero de 1948.
Apenas hay referencias sobre qué pasó después. Parece que Cornish insistió en sus investigaciones, pero ya al margen de la comunidad científica, que empezaba a verle con suspicacia, y cayendo en la tentación de la prensa sensacionalista para poder financiarse.
Cornish, murió a los sesenta años de edad, sin poder burlar a su destino el 6 de marzo de 1963.
A la fecha, técnicas como la animación suspendida tienen sus raíces en aquel tipo de proyecto extravagante.
Déjanos en los comentarios ¿tú qué harías para burlar la muerte?