Los mapas viejos de la ciudad de México, muestran una calle sin nombre que corría al lado del Templo del Carmen. Por azar, ninguna de las casas que la escoltaban tenía salida hacia ella. Era oscura, estrecha, sucia y solitaria. El gobierno de México, se vio obligado a conservarla, porque comunicaba a los barrios de Tepito y el del Carmen.
Según cuenta la gente, corría el año de 1600, en la capital de la Nueva España, en la actualidad, la Ciudad de México, hallaron ahí el alma de un hombre deambulando. Este hecho dio pie para dar al callejón el nombre de “El Callejón del Muerto”.
Desde ese día el ayuntamiento, decidió cerrar la calle en ambos sentidos, obligando a las personas a tomar un camino más largo para ir de un barrio a otro, para evitar la vuelta, los vecinos agujeraron las paredes que la cerraban adentrándose en la calle.
Nada echa tanto a volar la imaginación como una calle condenada. Pero “El Callejón del Muerto” protagonizó una incontable cantidad de leyendas. Pasó de boca a boca una narración que explicaba su nombre, la historia y desde luego un fantasma.
Cuenta la leyenda que, durante el tiempo del virreinato, el hijo de Benito Bernáldez, un comerciante que vivía a orillas de está calle, enfermó gravemente mientras recogía mercancías traídas por la Nao de la China. Bañado en lágrimas, el comerciante promete a la Virgen, ir caminando hasta su santuario con una ofrenda de plata si su hijo sanaba y regresaba a su lado. Al cabo de un tiempo, el hijo sanó y Benito Bernáldez, olvido su promesa.
Un día, fue a visitar a su amigo y consejero el arzobispo García de Santa María Mendoza, acompañado de un par de botellas de buen vino, para hablar del remordimiento que tenía al no cumplir su promesa a la Virgen y pedir consejo de lo que sería conveniente hacer, de todos modos, le había dado las gracias a la Virgen rezando por el alivio de su hijo.
El arzobispo le indicó que, si había rezado, no existía la necesidad de cumplir lo prometido. El comerciante salió de la casa del arzobispo muy complacido y regresó a su vida normal, olvidando aquella promesa de la cual lo había relevado el arzobispo.
Pasado el tiempo, el arzobispo iba por la calle, cuando se topó a su viejo amigo “El comerciante”, lo notó pálido, ojeroso cadavérico y con una túnica blanca que lo envolvía, caminaba rezando con una vela en la mano derecha y su enflaquecida mano izquierda descansaba sobre su pecho.
El arzobispo enseguida lo reconoció, y aunque estaba más pálido y más delgado que la última vez que se habían visto, se acercó para preguntarle adonde se dirigía, el comerciante respondió con voz seca y tenebrosa, “A cumplir con mi promesa a la Virgen”.
Esa misma noche el arzobispo, decidió ir a visitar a su amigo, para preguntar el motivo por el cual había decidido ir a pagar la manda hasta el santuario de la Virgen, al llegar el arzobispo, encontró tendido y muerto al comerciante, acompañado de su hijo que lloraba ante el cadáver.
Con asombro el clérigo vio que la sabana con el que estaba envuelto el cadáver, era idéntica a la túnica que tenía esa mañana, igual que la vela que sostenían sus agarrotados dedos.
-Mi padre murió al amanecer – dijo el muchacho entre llanto y gemidos dolorosos-, pero antes dijo que debía pagar una promesa a la Virgen.
El arzobispo inmediatamente, calló en cuenta que su amigo estaba muerto cuando lo encontró ese mismo día en la calle y en el clérigo entro la culpa de que aquella alma hubiese vuelto al mundo para pagar una promesa que él mismo le había dicho que no era necesario cumplir.
Actualmente, esa alma en pena, vaga en lo que hoy es conocida como La calle de República Dominicana en el Centro Histórico de la Ciudad de México.